A medida que me acerco noto el rumor del gentío, me cuesta abrirme paso, cientos de personas se apelotonan en torno a un ancestral escenario, un cercado de toscas piedras acumuladas por la mano del hombre, una división que delimita el escenario de la escena que estoy a punto de presenciar. Conozco el lugar, habitualmente esta desierto, en silencio y sin presencia humana. Hoy el calor del verano, el sudor y el polvo forman parte de la fiesta, son los ingredientes indivisibles que debo condimentar para disfrutar de estos momentos que solo se repiten una vez al año.
A Rapa das Bestas, forma parte de la historia de Galicia y son miles de personas las que cada verano se concentran en las montañas de Galicia, presenciando las fiestas dedicadas al mundo del caballo salvaje. El ritual se repite a lo largo de los años, tantos, que los celtas fueron los que comenzaron a documentar la importancia del caballo entre su cultura, hay numerosas pruebas de grabados en granito que atestiguan la vida cotidiana de la población y lo que en realidad era importante para ellos y los caballos lo eran. Los petroglifos grabados en piedra, como el de Viladesuso en la zona de A Gova o el de Sabucedo, ambos en Pontevedra, representan al caballo, bien en solitario o tirando de carros como parte activa de la población. Es difícil establecer con verdadera precisión las fechas de la cría de caballos en Galicia y a pesar de existir una raza galega de caballo, nunca fueron considerados mas allá de servir como animal de tiro o transporte y tampoco se llegaron a usar para arar los campos, tarea encomendada a los poderosos bueyes.
Los curros comienzan siempre con el mismo ritual, los días que preceden a la jornada principal, se procede a la reunión de las manadas, hasta ese momento los caballos salvajes campan a sus aires por los montes cercanos al lugar del curro. Los caballos adultos y las nuevas crías son conducidos no sin esfuerzo al recinto de celebración, pintando en los montes gallegos una escena que bien recuerda al lejano oeste americano cuando los vaqueros cuidaban de la manada ante el asalto de los depredadores y cuatreros.
Me acomodo en lo alto de los muros que delimitan el escenario de esta lucha ancestral. De repente, rodeados por el polvo, los caballos desbocados entran en el recinto, primero con holgura, pero a medida que el número aumenta, los equinos luchan por su espacio, se hacen evidentes las disputas y la lucha por guardar el territorio, su espacio vital. Los caballos sudan, se revuelven, lanzan dentelladas al aire y saltan. Es cuando los “aloitadores” o los mozos del pueblo en un alarde de destreza, valentía y adrenalina, saltan sobre los garañones en una enloquecida ceremonia, sujetan a los caballos por sus crines, inmovilizándolos, separándolos, bien a mano desnuda o con lazo. Es evidente que en todo el revoltijo con las diferentes bestias hay pisotones y patadas, algunos caen al suelo terroso y polvoriento, pero forma parte de la tradición y a estas alturas, a nadie le importa un poco de polvo. La ceremonia finaliza con el marcaje a fuego de las nuevas reses, cortar sus melenas o posterior venta si hay un buen comprador. Los ejemplares que no vayan a ser reclamados se vuelven a soltar, de nuevo regresan al monte donde galoparan en libertad condicionada un año más, a la espera de que la historia se repita. Yo mientras, lo que necesito es un buen baño que mitigue mis sudores y desprenda la espesa capa de polvo acumulado en la contienda y eso que solo soy mero espectador.
Anxo Rial.
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