Hace ya mucho tiempo que el fanatismo se apodero del país y hoy viajar al Egipto es, cuando menos desaconsejable. Pero hace un tiempo, el viaje al Cairo y el recorrido por los templos, era casi una obligación. Un destino que había que hacer una vez en la vida.

Cuando llegue al Cairo, hacía un calor de mil demonios, demasiado para mi gusto y hay algo dentro de mi cerebro que me desactiva y dejo de estar operativo. De reojo veo uno de los termómetros de la polvorienta calle, los cincuenta grados están al caer y yo también, si no procuro una sombra. En esta ciudad de casi veinticinco millones de habitantes, el bullicio se respira en cada esquina. Este no es un lugar silencioso y todo el que tiene coche, se afana por gastar su claxon. Hay que avisar de su presencia, el tráfico es un caos cósmico.

Me voy a las pirámides, no sin antes negociar. Aquí todo se lleva al regateo y no hacerlo es un síntoma de desinterés y mala educación. Así que negocio con el taxista y acuerdo un precio justo para llegar hasta la base de las pirámides, aun a sabiendas que estoy siendo estafado. Una vez en el desierto, tengo que tomarme un tiempo para asimilar y trasladar a mi cerebro la realidad de lo que estoy contemplando. Imágenes tantas veces vistas en los libros de historia, están delante de mi. Estar aquí sobrecoge, las pirámides soportan 4.500 años de antigüedad y son únicas, irrepetibles y misteriosas, por eso son una de las Siete Maravillas del Mundo Antiguo. Mi tranquilidad en el lugar dura poco, unos “simpáticos” personajes me invitan a recorrer los alrededores de las pirámides a lomos de sus camellos. Paso cortésmente de su invitación, pues lo que me cuentan las malas lenguas es que, estos agradables beduinos llevan al incauto turista hasta las arenas ardientes para, una vez allí pedirle más dinero de lo acordado. La condición es pagar más de lo pactado o retornar andando al lugar de partida, una opción nada agradable bajo el implacable sol del desierto. Tampoco me atrae la idea de visitar el interior de la única pirámide que permanece abierta al público, la larga cola de turistas y el sofocante calor de su interior merman mi entusiasmo, así que decido retornar a mi hotel y descansar antes de visitar el Museo de El Cairo. Desde 1863 ofrece todo un sin fin de antigüedades del mundo Egipcio. El museo es un poco caótico, bueno como el carácter de los egipcios y miles de piezas de incalculable valor histórico pululan por todas partes, solo falta la arena del desierto en el suelo para dar más autenticidad al lugar.

Nueva jornada calurosa en el Cairo, y de nuevo regateo con el taxista para visitar el barrio Copto, estos aparecen como los primeros cristianos del siglo IV. Este barrio de calles estrechas y misteriosas, se encuentra en la parte más antigua de la ciudad. Las tumbas y necrópolis del cementerio norte alimentan a los vivos, que a cambio de cuidar el lugar, disponen de un lugar donde vivir. Solo me falta algo fundamental al visitar el Cairo, el refrescante paseo por el Nilo, el rio que marca la vida para los habitantes desde la antigüedad. El paseo hay que hacerlo a bordo de una Dahabeya o Faluca, un pequeño barco de una vela. En el Nilo esta la esencia de este lugar, aquí nace la tranquilidad perdida en el corazón bullicioso del Cairo. El atardecer es rojo, intenso y relajante, un presagio de otro caluroso día, pero eso sucederá mañana, muy lejos todavía en mis planes.

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